Fui con mi cinturón de dinamitas y me plante en medio de la sala, el piso reflejaba el techo abovedado, mientras la fila de peregrinos se mostraban tiesos y asustados con cara de inventores en días calurosos en poblados sin luz. El griterío aun hacia eco en el recinto cuan vuelo espiralado de murciélagos chillones por la antorcha del arqueólogo.
Una vez que reduje a los guardias esperaba instrucciones por mi radio. Si moría debería ubicarme cerca de una columna principal para así ocasionar el mayor daño posible al edificio, si vivía tendría que llevar a un líder o aun ejecutivo importante e internarme luego en una habitación y desaparecer al mes en la espesa selva. No me pregunte cual era mi preferencia, un terrorista no tiene preferencia, tiene ideales y si no los consigue los inventa. Y acá estoy yo a punto de explotar o de huir.
Me acuerdo aun del agasajo al que me sometieron mis camaradas el día en que me encomendaron esta misión y luego de los días de preparación frente al espejo con una docena de latas de aerosol en la cintura gesticulando intimidaciones a rehenes imaginarios.
De pronto se escucho por la radio:-Por la causa. – Era una voz difusa como de un turista en un campo de estiércol de elefantes o de un payaso afónico tirado de su corbata por unos infantes malcriados.
Cerré los ojos y ante de apretar el detonador doce abejas atravesaron mi cuerpo. Quise intentar abrir nuevamente los ojos pero la vista se había nublado como en esos días en que solíamos pescar con mi padre en la madrugada, y el me decía: “hijo cuando desaparece la boya es que el pescado te esta pidiendo que lo saques pues él se esta ahogando”
Miguel Ortega
domingo, 26 de julio de 2009
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